René Descartes nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye en Touraine, cerca de Poitiers. Tras la muerte de su madre, él y sus 2 hermanos fueron educados por su abuela, pues su padre, consejero del Parlamento de Bretaña, se ausentaba cada 2 años por largas temporadas, y acabó dejando atrás a sus hijos al contraer nuevas nupcias con una doncella inglesa.
Conviene destacar que Aristóteles era entonces el autor de referencia para el estudio, tanto de la física, como de la biología. El plan de estudios incluía también una introducción a las matemáticas (Clavius), tanto puras como aplicadas: astronomía, música, arquitectura.
A los 18 años de edad, René Descartes ingresó a la Universidad de Poitiers para estudiar derecho y algo de medicina. Para 1616 Descartes cuenta con los grados de bachiller y licenciado. Descartes fue siempre un alumno sobresaliente y fue gracias al gran afecto de algunos de sus profesores lo que hizo que René pudiera visitar los laboratorios de la universidad con asiduidad.
En 1619, en Breda, conoció a Isaac Beeckman, quien intentaba desarrollar una teoría física corpuscularista, muy basada en conceptos matemáticos. El contacto con Beeckman estimuló en gran medida el interés de Descartes por las matemática y la física. Pese a los constantes viajes que realizó en esta época, Descartes no dejó de formarse y en 1620 conoció en Ulm al entonces famoso maestro calculista alemán Johann Faulhaber. El hecho es que, probablemente estimulado por estos contactos, Descartes descubre el teorema denominado de Euler sobre los poliedros.
A pesar de discurrir sobre los temas anteriores, Descartes no publica entonces ninguno de estos resultados. El año siguiente, con la intención de dedicarse por completo al estudio, se traslada definitivamente a los Países Bajos, donde llevaría una vida modesta y tranquila, aunque cambiando de residencia constantemente para mantener oculto su paradero.
En septiembre de 1649 la Reina Cristina de Suecia le llamó a Estocolmo. Allí murió de una neumonía el 11 de febrero de 1650. Falleció a los 53 años de edad.
Actualmente se pone en duda si la causa de su muerte fue la neumonía. En 1980, el historiador y médico alemán Eike Pies halló en la Universidad de Leiden una carta secreta del médico de la corte que atendió a Descartes, el holandés Johan Van Wullen, en la que describía al detalle su agonía. Curiosamente, los síntomas presentados —náuseas, vómitos, escalofríos— no eran propios de una neumonía. Tras consultar a varios patólogos, Pies concluyó en su libro El homicidio de Descartes, documentos, indicios, pruebas, que la muerte se debía a envenenamiento por arsénico. La carta secreta fue enviada a un antepasado del escritor, el holandés Willem Pies.
En el año de 1676 se exhumaron los restos de Descartes; colocados en un ataúd de cobre se trasladaron a París para sepultarlos en la iglesia de Sainte-Geneviève-du-Mont; movidos nuevamente durante el transcurso de la Revolución francesa, los restosfueron colocados en el Panthéon, la basílica dedicada a los grandes hombres de la nación francesa; nuevamente, en 1819, los restos de René Descartes cambiaron de sitio de reposo siendo llevados esta vez a la Iglesia de Saint-Germain-des-Prés donde actualmente se encuentran.
En 1935 se decidió en su honor llamar «Descartes» a un cráter lunar.1
El padre de la filosofía moderna
Al menos desde que Hegel escribió sus Lecciones de historia de la filosofía, en general se considera a Descartes como el padre de la filosofía moderna (independientemente de sus aportes a las matemáticas y la física). Este juicio se justifica, principalmente, por su decisión de rechazar las verdades recibidas, p. ej., de la escolástica, combatiendo activamente los prejuicios. Y también, por haber centrado su estudio en el propio problema del conocimiento, como un rodeo necesario para llegar a ver claro en otros temas de mayor importancia intrínseca (la moral, la medicina y la mecánica). En esta prioridad que concede a los problemas epistemológicos, lo seguirán todos sus principales sucesores. Por otro lado, los principales filósofos que lo sucedieron estudiaron con profundo interés sus teorías, sea para desarrollar sus resultados o para objetarlo. Este es el caso de Pascal, Spinoza, Leibniz, Malebranche, Locke, Hume y Kant, cuando menos. Sin embargo, esta manera de juzgarlo no debe impedirnos valorar los estrechos vínculos que este autor mantiene con los filósofos clásicos, principalmente con Platón y Aristóteles. Descartes aspira a «establecer algo firme y durable en las ciencias». Con ese objeto, según la parte tercera del Discurso, por un lado él cree que en general conviene proponerse metas realistas y actuar resueltamente, pero prevé que en lo cotidiano, así sea provisionalmente, tendrá que adaptarse a su entorno, sin lo cual su vida se llenará de conflictos que lo privarán de las condiciones mínimas para investigar. Por otra parte, compara su situación a la de un caminante extraviado, y así concluye que en la investigación, libremente elegida, le conviene seguir un rumbo determinado. Esto implica atenerse a una regla relativamente fija (un método), sin abandonarla «por razones débiles»...
El problema del círculo
Este problema consiste en cómo saber que existe Dios, si frente a los ateos no basta invocar un texto sagrado (como Descartes mismo destaca en la "Carta a los Decanos y Doctores..." que precede a las Meditaciones), y frente al escéptico que pone en duda la evidencia, no bastaría siquiera dar un alegato evidente. Este es un tema discutido entre los comentaristas, pero hay dos respuestas básicas: o no lo sabemos en absoluto; o bien se trata de una prueba dialéctica.
Según la segunda línea interpretativa, Descartes no ha intentado demostrar la existencia de Dios, sino refutar la hipótesis en la que se funda la duda. Esto se conseguiría mostrando: 1) que un argumento incompatible con la hipótesis del genio (o del azar adverso, etc.) es comparativamente 'más sólido que' la(s) respectiva(s) hipótesis escéptica(s); y 2), que ni ese argumento, ni el juicio que lo considera incompatible y superior al alegato opuesto, merecen ser juzgados circulares.
Atendiendo al último punto: la refutación de la hipótesis del genio sería circular si entre el argumento refutatorio, el escéptico aún pudiera sugerir que «acaso el propio genio le haya sugerido a Descartes este alegato». Así, la «prueba» de que no hay genio sucumbiría a la misma duda que aspira a superar. Pero esta réplica es ilegítima bajo el método cartesiano, puesto que para ofrecerla, el escéptico necesita apoyarse en una idea —la del genio maligno— que una vez expuesta la refutación, hemos adquirido razones para poner en duda (V. gr., las razones en que estriba la misma refutación).
Este camino sólo sería promisorio, por supuesto, si no suponemos de entrada que la duda radical planteada por el escéptico y admitida en la investigación, es universal (si lo fuera, a priori toda respuesta a esa duda estaría condenada a la circularidad). Además, habría que preguntarse dos cosas: 1) Si es posible plantear una duda general, que afecte incluso a las ideas evidentes, pero que no sea universal. Una posibilidad, desde luego, es imaginar que la duda se formula con ayuda del cuantificador plurativo: «la mayoría de...» y 2), Si habría razones que permitan desechar la duda universal, y que no se reduzcan a señalar el fracaso al que estaríamos condenados, si hubiésemos de enfrentar esta clase de escepticismo. Esta última es una pregunta abierta.
Conviene destacar que Aristóteles era entonces el autor de referencia para el estudio, tanto de la física, como de la biología. El plan de estudios incluía también una introducción a las matemáticas (Clavius), tanto puras como aplicadas: astronomía, música, arquitectura.
A los 18 años de edad, René Descartes ingresó a la Universidad de Poitiers para estudiar derecho y algo de medicina. Para 1616 Descartes cuenta con los grados de bachiller y licenciado. Descartes fue siempre un alumno sobresaliente y fue gracias al gran afecto de algunos de sus profesores lo que hizo que René pudiera visitar los laboratorios de la universidad con asiduidad.
En 1619, en Breda, conoció a Isaac Beeckman, quien intentaba desarrollar una teoría física corpuscularista, muy basada en conceptos matemáticos. El contacto con Beeckman estimuló en gran medida el interés de Descartes por las matemática y la física. Pese a los constantes viajes que realizó en esta época, Descartes no dejó de formarse y en 1620 conoció en Ulm al entonces famoso maestro calculista alemán Johann Faulhaber. El hecho es que, probablemente estimulado por estos contactos, Descartes descubre el teorema denominado de Euler sobre los poliedros.
A pesar de discurrir sobre los temas anteriores, Descartes no publica entonces ninguno de estos resultados. El año siguiente, con la intención de dedicarse por completo al estudio, se traslada definitivamente a los Países Bajos, donde llevaría una vida modesta y tranquila, aunque cambiando de residencia constantemente para mantener oculto su paradero.
En septiembre de 1649 la Reina Cristina de Suecia le llamó a Estocolmo. Allí murió de una neumonía el 11 de febrero de 1650. Falleció a los 53 años de edad.
Actualmente se pone en duda si la causa de su muerte fue la neumonía. En 1980, el historiador y médico alemán Eike Pies halló en la Universidad de Leiden una carta secreta del médico de la corte que atendió a Descartes, el holandés Johan Van Wullen, en la que describía al detalle su agonía. Curiosamente, los síntomas presentados —náuseas, vómitos, escalofríos— no eran propios de una neumonía. Tras consultar a varios patólogos, Pies concluyó en su libro El homicidio de Descartes, documentos, indicios, pruebas, que la muerte se debía a envenenamiento por arsénico. La carta secreta fue enviada a un antepasado del escritor, el holandés Willem Pies.
En el año de 1676 se exhumaron los restos de Descartes; colocados en un ataúd de cobre se trasladaron a París para sepultarlos en la iglesia de Sainte-Geneviève-du-Mont; movidos nuevamente durante el transcurso de la Revolución francesa, los restosfueron colocados en el Panthéon, la basílica dedicada a los grandes hombres de la nación francesa; nuevamente, en 1819, los restos de René Descartes cambiaron de sitio de reposo siendo llevados esta vez a la Iglesia de Saint-Germain-des-Prés donde actualmente se encuentran.
En 1935 se decidió en su honor llamar «Descartes» a un cráter lunar.1
El padre de la filosofía moderna
Al menos desde que Hegel escribió sus Lecciones de historia de la filosofía, en general se considera a Descartes como el padre de la filosofía moderna (independientemente de sus aportes a las matemáticas y la física). Este juicio se justifica, principalmente, por su decisión de rechazar las verdades recibidas, p. ej., de la escolástica, combatiendo activamente los prejuicios. Y también, por haber centrado su estudio en el propio problema del conocimiento, como un rodeo necesario para llegar a ver claro en otros temas de mayor importancia intrínseca (la moral, la medicina y la mecánica). En esta prioridad que concede a los problemas epistemológicos, lo seguirán todos sus principales sucesores. Por otro lado, los principales filósofos que lo sucedieron estudiaron con profundo interés sus teorías, sea para desarrollar sus resultados o para objetarlo. Este es el caso de Pascal, Spinoza, Leibniz, Malebranche, Locke, Hume y Kant, cuando menos. Sin embargo, esta manera de juzgarlo no debe impedirnos valorar los estrechos vínculos que este autor mantiene con los filósofos clásicos, principalmente con Platón y Aristóteles. Descartes aspira a «establecer algo firme y durable en las ciencias». Con ese objeto, según la parte tercera del Discurso, por un lado él cree que en general conviene proponerse metas realistas y actuar resueltamente, pero prevé que en lo cotidiano, así sea provisionalmente, tendrá que adaptarse a su entorno, sin lo cual su vida se llenará de conflictos que lo privarán de las condiciones mínimas para investigar. Por otra parte, compara su situación a la de un caminante extraviado, y así concluye que en la investigación, libremente elegida, le conviene seguir un rumbo determinado. Esto implica atenerse a una regla relativamente fija (un método), sin abandonarla «por razones débiles»...
El problema del círculo
Este problema consiste en cómo saber que existe Dios, si frente a los ateos no basta invocar un texto sagrado (como Descartes mismo destaca en la "Carta a los Decanos y Doctores..." que precede a las Meditaciones), y frente al escéptico que pone en duda la evidencia, no bastaría siquiera dar un alegato evidente. Este es un tema discutido entre los comentaristas, pero hay dos respuestas básicas: o no lo sabemos en absoluto; o bien se trata de una prueba dialéctica.
Según la segunda línea interpretativa, Descartes no ha intentado demostrar la existencia de Dios, sino refutar la hipótesis en la que se funda la duda. Esto se conseguiría mostrando: 1) que un argumento incompatible con la hipótesis del genio (o del azar adverso, etc.) es comparativamente 'más sólido que' la(s) respectiva(s) hipótesis escéptica(s); y 2), que ni ese argumento, ni el juicio que lo considera incompatible y superior al alegato opuesto, merecen ser juzgados circulares.
Atendiendo al último punto: la refutación de la hipótesis del genio sería circular si entre el argumento refutatorio, el escéptico aún pudiera sugerir que «acaso el propio genio le haya sugerido a Descartes este alegato». Así, la «prueba» de que no hay genio sucumbiría a la misma duda que aspira a superar. Pero esta réplica es ilegítima bajo el método cartesiano, puesto que para ofrecerla, el escéptico necesita apoyarse en una idea —la del genio maligno— que una vez expuesta la refutación, hemos adquirido razones para poner en duda (V. gr., las razones en que estriba la misma refutación).
Este camino sólo sería promisorio, por supuesto, si no suponemos de entrada que la duda radical planteada por el escéptico y admitida en la investigación, es universal (si lo fuera, a priori toda respuesta a esa duda estaría condenada a la circularidad). Además, habría que preguntarse dos cosas: 1) Si es posible plantear una duda general, que afecte incluso a las ideas evidentes, pero que no sea universal. Una posibilidad, desde luego, es imaginar que la duda se formula con ayuda del cuantificador plurativo: «la mayoría de...» y 2), Si habría razones que permitan desechar la duda universal, y que no se reduzcan a señalar el fracaso al que estaríamos condenados, si hubiésemos de enfrentar esta clase de escepticismo. Esta última es una pregunta abierta.
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